Reflexiones desde el absurdo burocrático
Es desconcertante cómo ciertas estructuras corporativas insisten en evidenciar constantemente lo que algunos sospechaban desde hace tiempo: la dirección, cuando se ejerce sin control ni transparencia, deriva inevitablemente hacia el autoritarismo y el absurdo. La reciente decisión unilateral de recortar los días de teletrabajo para determinados empleados ilustra perfectamente esta peculiar tradición organizacional de apariencias y discursos vacíos. La burocracia empresarial, obsesionada con el control, continúa fortaleciendo sistemas que restringen la autonomía bajo pretextos como eficiencia o productividad, conceptos cada vez más etéreos y alejados de la realidad cotidiana de los trabajadores. Un continuo baile de máscaras.
El teletrabajo emergió inicialmente como una promesa de libertad y conciliación, especialmente acentuada durante la pandemia. Muchas empresas, incluida Siemens RA, implementaron sistemas flexibles ante la presión de circunstancias excepcionales. Pero no nos engañemos: la libertad ofrecida fue, en muchos casos, una simple tregua estratégica, condicionada desde el inicio a la posibilidad de ser retirada en cualquier momento.
En el caso que nos ocupa, la Dirección no solo ha impuesto un cambio drástico en la política laboral, reduciendo la jornada a distancia, sino que además, en un claro ejemplo de desdén hacia sus empleados, se niega a brindar seguridad respecto al mantenimiento de los acuerdos y las promesas previas. Tal decisión no es meramente organizativa, sino profundamente simbólica: es una declaración explícita sobre quién posee el poder real en las relaciones laborales modernas.
Esta actitud encarna una paradoja fundamental del sistema empresarial burocrático contemporáneo: se predica la flexibilidad como una virtud, pero en la práctica, esa flexibilidad se ejerce únicamente hacia una Dirección—desde la empresa hacia el trabajador, y no al revés. El trabajador moderno vive bajo la permanente amenaza de cambios repentinos, decididos en oficinas lejanas y comunicados a través de frías circulares o reuniones virtuales impersonales. Mientras, cualquier propuesta colectiva proveniente de los trabajadores es rechazada o ignorada, etiquetada como impráctica o inviable.
Es necesario cuestionarnos seriamente sobre esta dinámica: ¿hasta qué punto seguiremos tolerando una estructura laboral que confunde autoridad con arbitrariedad? ¿Cuál es el límite de aceptar decisiones que no solo perjudican el bienestar del trabajador, sino que además destruyen sistemáticamente cualquier atisbo de confianza entre empleador y empleado?
Quizá, en última instancia, estos movimientos bruscos e irracionales sirvan, paradójicamente, como una llamada a la acción, un recordatorio doloroso pero necesario de que la verdadera flexibilidad no puede existir sin equilibrio, reciprocidad y respeto mutuo. De lo contrario, seguiremos atrapados en el laberinto absurdo de burocracias que prometen libertad mientras practican sistemáticamente lo contrario.


